Oslo, un nombre breve, definía a una ciudad de un país lejano y casi desconocido, muy en el norte de la Europa de los archinombrados París, Madrid, Roma, Berlín, Bruselas, y otros tantos nombres de capitales del continente. El de las dos guerras mundiales del siglo XX.
Oslo y Noruega, nombres de la capital y de ese lejano y frío país, respectivamente, están cada uno de ellos ligados estrechamente a dos emblemáticos asuntos: el primero, por los incumplidos "Acuerdos de Oslo", que reflejaron las reuniones secretas en la capital noruega (1993) entre representantes del gobierno israelí y de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina); y el segundo por el "Comité Nobel del Parlamento Noruego" que cada año -a diferencia de las Academias suecas- otorga los "Nobel de la Paz".
Oslo y Noruega, tan únicos y distantes nombres, suman ahora la más trágica de las cicatrices -llaga abierta aún- por el filo sin razón del terrorismo. Ni pretender buscar a partir de percepciones sobre las "razones" que llevaron a Anders Behring Breivik, (el único detenido y al parecer solitario autor de la masacre) a cometer semejantes actos terroristas.
En la diversidad
En un país que se destaca en el mundo por el modo pacífico de vida de su gente, con un alto grado de bienestar, de civilidad y de sana convivencia en la diversidad, los actos de violencia extrema no parecen alertar sobre algo gestado desde sectores organizados para el terrorismo.
No obstante, dentro del perfil del acusado por la masacre, no se ha orientado la catalogación -aun en forma primaria- en el sentido de que el joven noruego padece de una afectación psiquiátrica. La que le llevó tan fríamente a matar a jóvenes indefensos, confundidos, horrorizados, a los que persiguió durante casi una hora en la isla noruega Utoya, donde realizaban un campamento esos jóvenes del partido laborista en el Gobierno.
Lo más adecuado que pudiera pensarse es que este terrorismo haya sido producto de una mente trastornada por convicciones fundamentalistas macabras que se autojustifican, aunque su accionar y consecuencias -tal el caso- tengan connotaciones de tragedia.
"Aquí hay que parar", pareciera que surge de las expresiones del primer ministro Jens Stoltenberg. En la catedral de Oslo, en un oficio por las víctimas, expresaba: "somos un país pequeño, pero un pueblo orgulloso. Todavía estamos conmocionados por lo que ha sucedido, pero nunca vamos a renunciar a nuestros valores. Nuestra respuesta es más democracia, más transparencia y más humanidad. Pero nunca ingenuidad".
Nos habíamos acostumbrado a Oslo y a Noruega como lo eran para nosotros hasta hace unos días. Pero en un contexto peligroso, y ganado por otra costumbre contemporánea: la del terrorismo internacional. Y esta es tan perniciosa como "la mala costumbre de la guerra".